domingo, 9 de agosto de 2020

Otro verano

El viento de poniente soplaba y arrastraba la corteza y las hojas de los eucaliptos. Las salamanquesas se escondían entre las resquebrajaduras de los poyetes del paseo marítimo. El olor del agua sucia y estancada del puerto y el calor húmedo me provocaban nauseas. Chas, chas. Los mosquitos se abrasaban al chocar con las lámparas antimosquitos de los bares y chiringuitos. La barahúnda se desplazaba en miméticos grupos entre los puestos del mercadillo. Y yo, qué vanidoso -vivo en una ficción continua en la que me creo un bohemio inteligente-, me siento como un solitario entre la gente. Como un hombre biempensante del siglo XX que no se integra en una sociedad gregaria e idiota. Pero allí estaba, un infame veraneante más en Poniente. En la Playa de Poniente, Motril.

Una imagen de mi infancia son los largos campos de caña de azúcar de este pueblo áspero a cuyas gentes no se les entiende al hablar, ya lo dijo apócrifamente Pío Baroja. Con los años, la fascinación por las cañas de azúcar se transformó en devoción por el exquisito Ron Pálido. Por alguna extraña razón, visitar a la familia en Motril me despertaba mi lado dipsómano-que ya era incipiente-. Tengo la extraña convicción de que todas las historias son historias familiares. Y mi linaje es ramplón. Eso ya me hace sentir cierta animadversión absurda a mi familia; pero qué quieren, yo no pedí nacer, y menos para ser un Pérez anónimo y aburrido más. Además, a veces mis parientes eran irritantemente zopencos y vulgares. No tenía mucho tema de conversación que sacar con ellos. Pero era mi familia -institución en nombre de la cual se justifican calamidades-, y yo lo suficientemente pusilánime como para dejarles de lado. Pasé solo una semana, y pese a que el último día, mientras comía una tarrina de helado de limón cerca del puerto, pensé con alivio que no había sido tan malo, me juré que aquello era una sensación pasajera y que el verano siguiente no volvería a pisar la Playa de Poniente ni a divisar el horizonte de palmeras.

Y así fue. Este verano, pandemia de por medio, mi familia ha tenido que alquilar el piso de la playa. No habrá verano en Motril, no habrá helados de limón junto al puerto, no habrá barbacoas prohibidas en mitad de la noche junto al mar. “Estás hecho todo un Gatsby de las moragas, padre”. “Tú como siempre tan simpático, hijo”. Ni una cerveza fría frente a la luna y el oscuro mar, que se tragó a James Streetforth y a Ham Peggotty y a tantas almas y que ahora en mis pesadillas amenaza con anegar y arrastrar a sus profundidades mi pasado y el de mi familia.

domingo, 20 de octubre de 2019

Una perra leal

Los Fischer eran un núcleo familiar según los requisitos legales establecidos. Sin embargo, poéticamente hablando- se preguntará en este punto, querido lector, si puede haber un lenguaje más poético y enigmático para el alma que el burocrático, y razón no le falta, pero así hemos establecido la separación entre unas y otras formas de escribir- eran un núcleo familiar envenenado, un núcleo tan envenenado como el de Chernóbil. Sin embargo, la aparición de una perrita de aguas de alta camada sevillana, cachorra de un campeón del concurso de morfología canina nacional, alegró la residencia Fischer. La perra era listísima y muy graciosa. Se la regaló a la pequeña de la familia un cliente del Sr. Fischer, a quien este salvó de tener que presentarse a un juicio perdido.

El primogénito de los Fischer no recordaba la última vez que vio a su madre feliz. Admitía, eso sí, su buen humor y su ironía constante. Pero desde hacía ya demasiado tiempo se había instalado en una melancolía -inoculada de rabia y resentimiento- en la que parecía estar inquietantemente cómoda. Además, empezó a amodorrarse en esa tristeza siempre con una copita de whisky con agua al día. Eva Fischer diluyó su identidad en la de una ama de casa aburrida y se torturaba pensando en las malas decisiones que había tomado. “¿Por qué demonios decidí dedicarme a mis hijos y a mi casa, a fiestas y reuniones escolares, a tareas supuestamente filantrópicas, pero en realidad vacuas, propias de mujer de rico sin oficio?”, se preguntaba. La llegada de Lolita, así llamaron a la perra, la distrajo. Sus hijos la sorprendieron alguna vez haciéndole carantoñas.

Ricardo Fischer, el Sr. Fischer, engordó y engordó cuando cumplió los cuarenta y le detectaron hipotiroidismo. Y bajo el trampantojo del hipotiroidismo, estaba su matrimonio fracasado y un consecuente agobio que enterraba en comida. Siempre fue un antigordos, así que llevó muy mal convertirse en un obeso. “Soy consciente de que nos metéis a todos los gordos en un mismo redil, y que la gordura es la primera cualidad que veis de nosotros, pero no todos los gordos somos iguales. Se puede ser gordo y sofisticado. El problema es que los gordos infames nos generan muy mala prensa”, decía. Daba diariamente un paseo de media hora por prescripción médica. Su hijo lo siguió varias veces y advirtió que había sofisticación en sus paseos. La verdadera razón que lo impulsaba era observar a las jovencitas que acudían a una cafetería situada frente a una academia de danza clásica. Ignacio, el hijo, no advirtió que la locura de su padre era mayor. El Sr. Fischer averiguó que una de las muchachas, una especialmente guapa, casi siempre que salía de la academia, se sentaba en la cafetería a esperar a su novio. Mientras lo esperaba, se maquillaba ligeramente y con destreza, y finalmente se pintaba los labios de rojo. Al Sr. Fischer le enloquecía ver la metamorfosis de esos labios carnosos. Desde que tenían a Lolita, cuando pasó el tiempo prudente para poder sacarla de paseo, iba con la perra a los paseos, y abandonó poco a poco esa monomanía y acortó también el recorrido. La perra era tan mona que el Sr. Fischer se conformaba con ir a un parque muy cercano a su casa donde otros dueños iban con sus mascotas Muchas jóvenes se acercaban a acariciar a Lolita mientras el Sr. Fischer las escrutaba.

Un día, inesperadamente, todo cambió. Un diagnóstico dio un vuelco a la gélida vida de los Fischer. Detectaron cáncer de mama a la Sra. Fischer. Una tarde lluviosa, en la que se sintió insignificante y vacío como una cáscara de nuez, Ricardo Fischer acudió al hospital para tener una conversación seria con su mujer. Cuando llegó a la habitación del hospital, sus hijos Ignacio y Clara estaban sentados en la cama junto a su madre. El Sr. Fischer les pidió a ambos que fueran a la cafetería a merendar y les dio dinero, para poder así hablar a solas con su esposa. Cuando los niños salieron, Ignacio convenció a su hermana de que fuera ella a la cafetería y le pidiera un café mientras él iba al baño. “Voy enseguida”, le aseguró. Una vez comprobó que su hermana le había obedecido, se aproximó sigiloso a la puerta de la habitación de su madre para espiar a sus padres. “Sé que no eres feliz. Menos ahora, evidentemente. Pero me refiero a que sé que no eres feliz con la vida que llevas, ni con nuestro matrimonio. Tampoco yo lo soy. Sin embargo, quiero que estés tranquila. Te ayudaré en cuerpo y alma a superar la enfermedad, y después, podemos divorciarnos y rehacer nuestra vida por separado e intentar ser felices”. Ricardo Fischer llevaba mucho tiempo sin hablar en serio y soltó aquella parrafada de un soplo. El matrimonio se besó entre livianas lágrimas que confirmaron que ambos estaban de acuerdo con lo que el Sr. Fischer había dicho. El hombre se secó las lágrimas con un pañuelo de papel, volvió a besar a su mujer en la mejilla y salió de la habitación en búsqueda de sus hijos. Ignacio corrió para que su padre no le descubriera.

El Sr. Fischer se llevó a sus hijos a casa y la Sra. Fischer se quedó en compañía de sus hermanas, que habían ido a visitarla. Cuando llegó a casa Ricardo Fischer fue el primero en acariciar a Lolita, que les recibió como siempre con ladridos de alegría. Ignacio miró a su padre con admiración, aquella vez en el hospital, fue la primera ocasión en la que le observó actuar consecuentemente. Lo que ignoraba el primogénito de los Fischer, es que a Ricardo Fischer, la lección de lealtad y autenticidad se la había dado Lolita.